Jardín Príncipe de Anglona, hoy

Anoche soñé que volvía a Manderley…

Vuelvo a ver “Rebeca” como planazo siestero y a asombrarme de la tersura de esta dama que se estrenó en 1940.  A Hitchcock lo encuentro un poco Shakespeare, tan contemporaneo por su capacidad de escudriñar el alma humana. Las pulsiones que explican nuestra forma de estar en el mundo. El amor desigual, los complejos, los anhelos y el miedo, todo junto y concentrado en un ventanal inquietante por el que asoma una figura siniestra vestida de riguroso negro. Mar de fondo.

El alma. Eso de lo que hablaba Platón y de  lo que nos hablaron vagamente en la conferencia inaugural del programa “Mujer y Liderazgo” que empecé el viernes en el que un grupo de (presuntas) superwomen aprenderemos durante un año a identificar nuestras debilidades y a apuntalar fortalezas. Hablaremos de economía, de historia, de religión, de coaching, oratoria o gestión salarial pero también de creatividad, arte o grafología. Entiendo que esta no es una escuela de tiburonas con las fauces abiertas, sino de mujeres que se preguntan cómo ser mejores para poder dar más.

Primer temor: el gallinero. No me gustan los grupos de mujeres, a priori. Sospecho de las etiquetas de género y temo los llamados “asuntos femeninos” en las conversaciones. Pero tras la primera jornada, de ocho horas, compruebo que he tenido mucha suerte. Hay ingenieras, financieras, químicas, abogadas… Inteligentes, con sentido del humor y las mismas inquietudes que yo. Enseguida nos sentimos grupo y funcionamos engrasadas como tal. Sin ñoñerías, sin arrogancias de cargo. Sin discursos de feminismo trasnochado.

-Yo no creo en las cuotas, aseguro. Es más, me repatean si son una puerta trampa para que entren mujeres mediocres que den argumentos contra las demás. (La mujer cuota es como la mujer pantera. La temo más que a un nublao)
-Yo tampoco creo.
-Ni yo, pero si están, debemos aprovecharlas y procurar que entren las mejores.

La primera lección: “Derrotar tu propia mediocridad requiere una estrategia“.

Asumo que llevo una mediocre dentro y me consuelo asistiendo a ver cantar a un coro de ángeles vestidas de monjas en la Capilla del Obispo. Una iglesia del siglo XVI situada en la Plaza de la Paja de Madrid,  enclave mediaval en el que lo mismo vendían gallinas que ahorcaban gente y donde hay un jardín, del Príncipe de Anglona, recoleto y sin vigilante, donde imagino todas las variables del amor cortés e incluso descortés mientras hago tiempo para la misa concierto.   Huele a aligustre recién cortado y a domingo sin averías.

(He vuelto a Manderley, a este Manderley de los Austrias donde ayer estuve con mis compañeras. La cultura es una de las bases del líder)

Capilla del Obispo

A las 12,30 empieza la misa. Las hermanitas del cordero visten hábitos de tela vaquera, son delgadas, de piel nívea, llevan gafas de montura metálica y sonríen como si custodiaran el secreto de la felicidad. No creo que ninguna pase de los 35 años. Entran sigilosas y se sitúan en el suelo frente al retablo mayor y al impresionante cenotafio de alabastro y empiezan a cantar. Se abre el cielo. Las voces, de cristal, te conmueven, te atraviesan. Te dan ganas de creer en dios. Pero enseguida entiendes que la fe no es imprescindible. Bastan el respeto y la sensibilidad para empaparte de este espectáculo de una belleza sobrecogedora. Anoto, no sé por qué,  que debo leer La República de Platón que leí obligada en su día.

Verdad, bien y belleza.

Tras la levitación, vuelve la mediocridad. Intento sin éxito crear un grupo de wasap de lideresas. Ignoro si el tecnolerdismo se supera con unas clases, pero lo dudo. Mi Manderley es ese. Veremos como queda tras el incendio…