“Los antropólogos han tenido suerte en lo que se refiere a su imagen pública. Es notorio que los sociólogos son avinagrados e izquierdistas proveedores de desatinos o perogrulladas, pero los antropólogos se han situado a los pies de los santos hindúes ( ) han presenciado ritos repugnantes y ( ) han ido a donde no había ido ningún hombre” (El antropólogo inocente.ed Anagrama)

Anoche me acosté con Nigel Barley, antropólogo británico del que nada sabía hasta que mi querido amigo M., que siempre me habla de libros de desconozco, me lo regaló con cariño el otro día: “te vas a morir de risa, fijo que te gusta”. Y así es. M. sabe hasta qué punto me gusta reírme de la cotidianidad de las estructuras solemnes. Cuanto más solemnes, mejor. Y eso es lo que hace Barley de sí mismo y del mundo antropológico/ilógico  que le rodea.

Antes tuve una de mis conversaciones con otro amigo, divertido y catalán, con el que nada es banal pero siempre se teje a carcajadas. Ya he hablado de él. Soltero, treintañero, curioso, gran lector y buenísima persona. R. anda liado con su piso recién reformado, para lo que cuenta con la ayuda inestimable de Blay, su decorador gay. Y me cuenta cómo salen juntos a la caza de piezas únicas. Lo último, una lámpara de cine. “Blay me dijo que iríamos a un almacén y que debía fingir desinterés para conseguir un descuento, me relata. Y así lo hice. En un momento dado veo que me empieza a hacer señales con los ojos muy sobreactuadas, pero yo no entendía nada. Es que para esas cosas soy un poco bobo”, se troncha mi amigo, devorador de ensayos y un crack en ponerme al día de las series de TV que debo ver.
(Descense en paz Megaupload, mi querido R)

Antes de despedirse me describe un momento de clímax con Blay. Los dos en casa, con la lámpara nueva apuntando a una fotografía gigante en la pared, el resto de la casa a oscuras. “Si nos vieras te morías. Ahí como dos tontos mirando fijamente la pared”…

Mi tercer amigo en discordia es un aguerrido reportero que le ha visto las tripas a Afganistán y a otros países donde al turista no se le pierde nada. Podría ser el clásico chulo que te da la brasa en las fiestas convirtiéndose en un héroe de sus propios relatos, pero no. J. acostumbra a reservarse el papel de despistado, timorato o  antihéroe, y con su modestia de gigantón (que lo es) dibuja unas historias hiladas desde la ironía y el desengrase que te mantienen alerta, devorando cada palabra. Al final, suele reírse de sí mismo y, de paso, de algunos de los señores importantes con los que alterna. Sólo por eso merece la pena sentarse con él un rato y clavarle la mirada para no desperdiciar una sola de sus anécdotas.

Me parece que a estas alturas de la vida apenas hay asuntos que no podamos desdramatizar. Pasados los cuarenta uno empieza a tener muchas piezas del puzzle, la  partida de ajedrez con las estrategias medio hilvanadas; Y hay que defender la risa y cultivar las amistades que te abren la mente y te oxigenan las ponzoñas cotidianas.

Avisados quedáis. Pienso ser una promiscua y acostarme con lecturas que nunca elegiría yo, sino esos amigos queridos que ayer hicieron que mi día de baja fuera una sucesión de carcajadas.