De un tiempo a esta parte, hemos restringido nuestra comunicación a mails y whatsapps. Para las dos resulta conveniente.
-Mami, estoy a punto de salir de la habitación, me escribe sólo con consonantes.
Muy bien, cariño. Yo aún en el salón, respondo con todas las letras y sus correspondientes acentos.
“Mami” y “cariño” son dos palabras que no pronunciamos ya. De ahí que leerlas en la pequeña pantalla de mi teléfono resulte reconfortante. Sólo por eso cambié mi viejo Nokia por un smartphone de última generación. Así, las puedo leer tantas veces como quiera. Con un gesto de las yemas de mis dedos amplío, reduzco, subrayo y guardo mi botín para regresar a él a voluntad.
La última vez que hablamos, hará unas tres semanas, fue así. Llegaba tarde, como siempre. Yo esperaba leyendo en una revista un artículo absurdo sobre el protocolo en las cenas de negocios: a quién sentar con la mujer del jefe y ese tipo de cosas. Sonó el roce áspero de la llave en la cerradura, y después el arrastrar de sus botas. Esas botas de piel falsa beige con tachuelas que arañan el parquet con la furia del material acrílico, del made in China que detesto y que ella ama.
Seguí leyendo: “hay temas de conversación que deben evitarse a la mesa”, decía el artículo. La política, el sexo, la salud y la religión”. Me imaginé junto a la esposa de mi jefe, ante una ensalada fría e insípida, desenfundando un tema de conversación adecuado: Un adolescente es un ser que se arrastra como un reptil en una fábrica de vídrio, ¿no cree?”.
Justo antes de que ella entrara en el salón.
-Llegas tarde.
-¿Ah, sí? Ya…No calculé bien el tiempo desde el parque hasta aquí.
-¿Qué hacías en ese parque? Está muy oscuro, si te pasa algo no me entero.
-No hacía nada malo, ya estás tú…
-Échame el aliento.
-¡No me da la gana!
Ella se fue a su cuarto, dio un portazo y pasaron dos o tres minutos sin que se oyera nada. Me correspondía irrumpir a mí en escena. Tal vez ponerme en pie y avanzar a zancadas por el pasillo, como tantas veces. Y abrir con determinación esa puerta que nos separa como un océano a dos continentes.
Pienso en cómo llevaré la conversación con la esposa del jefe. Esa mujer estirada y rancia que lleva trajes de chaqueta y el bolso y los zapatos conjuntados. “Soy un tiranosaurio rex que se tambalea en su lento viaje hacia el exterminio”, podría decirle un momento antes de introducir el lenguado meunier en mi boca. Para que no se me olvide lo tecleo a toda prisa equivocando alguna letra. No le doy al botón de enviar. A quién iba a enviárselo…
De haberlo sabido entonces, mi condición de exterminada inminente, digo, habría avanzado por el pasillo sin hacer apenas ruido. Me habría detenido ante su puerta y escuchado el rumor de una conversación. O la música con la que se machaca los oídos a todas horas. Habría llamado suavemente y modulado la voz hasta lograr una textura sonora aceptable para los estándares de la revista. Pero me temo que no lo hice. Y puede que entrara a trompicones, como corresponde a los de mi especie.
-¿Qué quieres?
-Hablar contigo.
-¿De qué?
-De…no sé, de cómo te ha ido el día.
-Pues lo de siempre. He ido a clase, me ha dolido la cabeza, he tirado el bocadillo a la basura y me he maquillado a escondidas en el baño con tu pintalabios rojo de Chanel.
Y mientras me lo decía desenfundaba la barra brillante para pintarse a continuación una boca grotesta, fuera del borde de sus labios. Como un clown.
-Además me han castigado sin recreo por llevar el uniforme justo por debajo del culo.
-Ya veo…
De haberlo sabido, digo, habría hecho oídos sordos a su relato provocador e insolente. Pero un rex es un especimen corto de oído y entendederas. Y una vez que huele a su presa, debe rematarla.
Digamos que grité y señalé todos los focos de desorden de su cuarto: Los calcetines sucios en el rincón, el sujetador de Hello Kitty con esos enormes rellenos tirado sobre la mesa de estudio, las cartas de sus amigas en el tablón magnético destinado a poner orden en las tareas del cole. La magdalena mordisqueada. Los cables que cargan su Blackberry, su ordenador, su Ipod, su Nintendo… Su vida. Todos enredados en una madeja. Ella me miraba con cierta sorna tras el espanto inicial. Quise pegarla, hice un ridículo gesto de ataque, me quedé con la mano a pocos centímetros de su cara. El cocodrilo de labios rojos había ganado la partida. El rex sólo podía retirarse y preparar la cena.
Entonces, ya fuera, sonó el pitido de mi teléfono. Un whatsap.
Mami ¿qué haces?. (Dos emes, una k, hache, ce y ese).
Estoy en la cocina.¿Tú?
Chateando con Cris. Su novio se ha enrollado con María.
Uff, escribí.
¿Sabes quién es María?
No, no lo sabía. Aún así, arriesgué. “¿La morena con bracketts que jugaba contigo al baloncesto?
No tienes ni idea, ¿verdad? (N tns n id,vrdd?)
Busqué una salida honrosa. Un emoticón divertido, un sol sonrojado. Un “me has pillado”. Me respondió con otro. El suyo de media sonrisa, más bien en una mueca condescendiente. Al rato, hice que su hermano le llevara la cena a la habitación. “¿Me perdonas el postre?”, escribió.
Claro, respondí quitando la “a”.
Me envió una foto suya devorando el muslo de pollo, como si fuera una troglodita. Le escribí: “un cadáver a los postres”. Respondió con tres interrogantes.
Así transcurre desde entonces nuestro día. Cuando entra en casa, o entro yo, apenas nos miramos. Al poco pita su téléfono o pita el mío. Y me cuenta su vida en consonantes. De forma tácita, hemos establecido turnos de ocupación de espacios. Si la escucho por el pasillo me refugio en la cocina. Si se pone a husmear en la nevera aprovecho para ocupar el sofá, y ella pasa sin hacer ruido por detrás de mí, en dirección a su cuarto.
Pero a veces, inevitablemente, coincidimos. Esta mañana sucedió en el cuarto de baño. Estábamos a 30 centímetros, puede que un poco más, lo que separa un lavabo. Ella se pintaba la raya del ojo derecho para salir con sus amigas. Estaba linda, con esa piel tan luminosa y el pelo recién planchado. Me debí quedar mirándola. Agarró su Blackberry y escribió. Sonó el pitido. Abrí su mensaje. “¿Qué miras, Mami?
-”Nunca te había visto tan preciosa”, tecleé eludiendo las vocales.
Cuando levanté la vista ella lloraba. Quise acercarme, abrazarla. Y entonces se frotó los ojos, se apuntó a la cara con el teléfono y sonó el click del disparador de la cámara.
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