Mi amiga E. volvía de la pasarela de Milan y en el avión escuchó una conversación de esas que te hacen estirar la oreja. Dos hombres, “uno claramente gay”, hablaban de mujeres. E. no les veía las caras, pero el hetero le confesaba al otro que estaba sumergido en un dilema. La mujer con la que salía “le pedía más” y él no estaba muy por la labor. Sobre todo porque no había dejado de frecuentar páginas de búsqueda de pareja. Un desahogo excitante que le permitía sentirse latin lover un par de veces por semana. “¿Qué hago, la dejo, no la dejo…?”.

El Don Juan que me describe E. era “un patán”. Y para eso no hacía falta verle la cara, sólo escuchar su discurso. Pero mi amiga sentía una curiosidad acuciante, porque en su imaginación ese hombre era burdo pero atractivo según estándares físicos convencionales.

Cuando el avión aterrizó, E. se volvió a mirar al ligón múltiple. “Era un adefesio, ni te imaginas”.

Imaginé en cambio  a la mujer que pedía más y me dio lástima. Seguramente merecía otra cosa, pero se había conformado con un zascandil que hablaba de ella sin pudor y con escaso respeto mientras visitaba Meetic por las noches. O lo mismo no.

Sí, en estos casos me sale una vena ultramontana contra la que no puedo luchar. Puede que la exigente fuera una petarda. Una de esas mujeres que siempre quieren lo que no les pueden dar. Una exigente patológica que creyó encontrar en el adefesio al hombre de su vida y tensó la cuerda.

Pero a ella no la hemos escuchado y a él sí, a través de mi amiga. Y en ese avión estaba haciendo alarde de su capacidad de seducción a costa de una mujer a la que presuntamente quería, con tal lujo de detalles que la pobre se hubiera sonrojado, sin duda.

Como yo misma el viernes pasado, cuando recibí  un wasap mientras asistía a la gala de inauguración del Festival de San Sebastián: “¿Qué haces rodeada de barbudos?”. Me sorprendí porque el remitente difícilmente estaría en el mismo sitio y a la misma hora, pero lo cierto es que en mi grupo había varios hombres con barba.  Respondí lacónica:”en el Festival”. A lo que mi interlocutor dijo: “¿Te estás tirando al de tu izquierda o al de tu derecha?”. Noté cómo la indignación se me apoderaba y, naturalmente, no contesté.  Me molestó que ese hombre considerara que teníamos la confianza y, sobre todo,  el mal gusto común como para ponerme semejante wasap.

Creo que el asunto de la intimidad se nos está yendo de las manos. Lo que tienen en común ambos hombres es la tecnología. Las redes sociales. La facilidad de pulsar unas teclas y encender la llama. Eso y mucho desparpajo insolente. El otro día, con mi amigo J. -casualmente gay, pero tanto da- hablábamos de cómo el wasap está empobreciendo las relaciones. Hay quien considera intimidad enviar tres mensajes a su pareja, a sus amigos. Hay quien sacrifica una buena conversación, el contacto visual y físico y tira por la calle del medio con su smartphone. “Si alguna vez vuelvo a enamorarme, que lo dudo, prescindiré del wasap o pediré que se use sólo para quedar en un sitio y a una hora”. Y acto seguido glosamos esas relaciones que no han sobrevivido por falta de calor. De humanidad. De verdadera intimidad. De conversaciones, abrazos, discusiones, réplicas, silencios presenciales.

Por wasap uno piensa que el otro recibe el sentimiento, y rellena de lo que quiere, de lo que necesita, las pocas letras que contienen cada mensaje que recibe. Pero muchas veces se enreda por falta de contexto y a veces sobreviene la crisis. El síndrome del teléfono escacharrado. Lo que me lleva a pensar que alguien debería escribir un manual de uso de las teclas. O arrancar todas menos los ingenuos emoticonos, que son como esos dibujos animados bobos que te resuelven una siesta de sábado con tus hijas alrededor y cariño del que se toca y se siente.