Ayer, de repente, la noticia del asesinato de una niña de 14 años a manos de su novio de 18.
Tres mujeres en un sofá, amontonadas de cansancio y de cariño como cada noche, y ahora estremecidas.

(¿Qué hace una adolescente de catorce años con un chico en edad de votar, de trabajar… de matar?, pregunta ella)

Cuando convives con un adolescente te dará una mirada trasversal de la noticia. Le explicas que, efectivamente, a esa edad es mucha diferencia de edad. Pero que esa no es la cuestión. Uno de 18 con una de 14 no tiene por qué maltratar. Ni apuñalar a una niña que seguramente se creía muy mayor al lado de un chico grande.

Y entonces te sorprendes sacando el estandarte de esa madre presuntamente liberal que no eres tanto y enfilas un discurso apasionado/desesperado.

Hijas, por favor, apartáos de cualquier hombre que os menosprecie, trate de controlaros, os aparte de vuestros amigos.
-¡Ya está mamá exagerando!
-¿A ti F. te habla con respeto?
-¡Claro que sí!
-¿Te acosa cuando sabe que estás con tus amigas?
-¡Claro que no!
-¿Se alegra de tus logros y te anima cuando estás triste?
-¡Que sí, pesada!
 -¿Es obsesivo, iracundo, irrespetuoso…celoso?
-Te estás pasando tres pueblos.

Le hubiera preguntado más. Ya puestos, si bebe, si fuma,  si estudia, cómo se lleva con su madre. Si hace deporte, si conserva los amigos de la primera infancia. Qué lee, qué cine le gusta, en qué se gasta las pagas, cuántos wasaps pone al día, cómo la llama en la intimidad, de qué trata de convencerla, ¿hay algún tema del que no puedan hablar? ¿pueden estar juntos y en silencio?

Una madre, una mujer pasados los cuarenta sabe que los novios y novias de la adolescencia son mucho más importantes que su fecha de caducidad. No en sí mismos, sino por el rastro que dejan en tu piel. Si echas la vista atrás, puedes hacer una lectura de quién eras y de cómo se articuló tu visión de la pareja  desde ese día que te cogieron/cogiste la mano por primera vez hasta ese otro, tan lejano, en que firmaste un acuerdo de divorcio. Pocas veces una pareja te sorprende. Otra cosa es que no lo quieras ver o no estés en condiciones.

Pobre niña. Catorce años. La infancia, tan cercana…

(A los doce años mi hermana y yo pedimos el último muñeco a los Reyes Magos. No llegamos a jugar con él. A los catorce ya nos habían besado, pero poco)

Pasados los treinta, uno se sigue equivocando. A veces.

Recuerdo cierta mujer, pareja de un hombre muy querido, que lo convenció para comprar juntos un piso. Él pondría bastante más dinero, pero al ir a registrar ese pequeño detalle en un documento, ella le reprochó su falta de delicadeza y de romanticismo. “Yo no lo haría, desde luego… El amor es compartirlo todo… Pero tú verás”. Unos años después ella se quedó con la casa, que él sigue pagando a medias y así será muchos años, sin compensación alguna por el esfuerzo extra que él hizo en su día. Efectos letales del romanticismo mal entendido.

El amor es compartirlo todo. El desamor, a veces, extorsionar y convertir al otro en miserable. No sigo por ahí, que me repito.

A los once años hay ejemplos de asombroso sentido común.  Anoche Minichuki me contó que una amiga suya le había pedido salir a un niño de la clase en su nombre.

-¿Y tú que dijiste, no te sentó mal que se declararan por ti?
-Bueno, sí… (no muy molesta, pinchando distraída la ensalada)
-¿Y qué respondió D.?, quiero saber.
-Pues que no quería salir conmigo. Él piensa como yo. Que a esta edad no hay que ser novios, sino amigos.

Respiré tranquila. Un rato de tregua es un paseo por las nubes. Me acosté sin quitarme a esa otra niña de la cabeza. No supo leer las señales. Le costó la vida.

P.D. Hay frases que en sí mismas encierran una manipulación salvaje. “Yo no lo haría, no es romántico, pero tú verás…” podría ser una de ellas.