San Luis (Senagal)

Cuando me preguntan en qué verdad absoluta desearías ahondar para alguna
de tus novelas, yo siempre digo que me gustaría adentrarme un día
entero dentro de una mujer para conocerla realmente
“. Julian Barnes. Fragmento de su entrevista ayer en El País Semanal.

Recuerdo haber leído “Amor, etcétera” durante un viaje a Senegal. Recuerdo un hotel colonial que parecía salido de un cómic de Tintín y se llamaba De la Poste, con su patio y sus plantas frondosas, hipertróficas, y unas butacas desgastadas de ratán con pequeños veladores donde yo devoraba las páginas del libro antes de salir a hacer un reportaje por los secaderos de pescado de San Luis. Con un guía local que me pidió matrimonio entre susurros aprovechando un despiste del fotógrafo. Un tipo simpático y casado con tres (sí, la invitación era a sumarme a su harén) que se abría paso entre los habitantes de la miseria llamándolos a todos “mon amie”, y que era un finísimo lector. Así que nos pasábamos los kilómetros devanando novelas, y recuerdo haber compartido nuestra admiración por Julian Barnes además de mi obsesión por no ser devorada por esa legión de mosquitos que fijo, seguro, portaba la malaria.

No sabía entonces la historia íntima de este británico que maneja la ironía con inteligente desenvoltura y que al parecer arrastra un dolorosísimo duelo por una mujer, la suya, Pat Kavanagh, que durante un tiempo lo abandonó por otra – Jeanette Winterson –  a la que siempre pongo a parir gracias a una novela a mi juicio mediocre y sobrevalorada llamada “La Pasión” que, según wikipedia,  se inspiró en el sentimiento arrebatado de aquella relación amorosa de la que Pat regresó para continuar con su hombre, este hombre al que adoran los franceses por su perspicacia y puede que por su obsesión por la muerte.

Los ingleses somos muy flojos a la hora de definirnos. Aun así,
empleamos mucho tiempo en intentarlo. Los americanos no se obsesionan
con eso, por ejemplo. O se contentan pensando que nosotros somos una
versión fracasada de Estados Unidos. De la conciencia imperial, para el
resto del mundo tenemos una percepción de extrañeza, pensamos que
sencillamente el resto no son ingleses. Nos refugiamos quizá en esos
tótems antiguos que nos distinguen, como la monarquía, mientras que la
realidad nos muestra lo contrario en el mismo Londres: una variedad
enorme de culturas diferentes donde los ingleses rubios somos minoría
“.

Uno se define por contraposición al otro. A veces no somos más que lo que nos marca la diferencia. Y con esa mínima identidad salimos a pelearnos con la vida. Como mujer, Mr.Barnes, no me gustaría entrar en la piel de un hombre salvo como ejercicio de estilo. Me parece que a los hombres se les ha vetado el derecho a la emoción, a la debilidad, al fracaso, a la cobardía, a la ausencia de deseo.

El otro día precisamente salió este tema en una conversación de amigas. ¿Ellos siempre  están dispuestos para el sexo?. ¿Incluso pasados los 50, cuando la testosterona empieza a batirse en retirada?. L. estaba muy convencida de ello. Y relataba el caso de un amigo de esa edad obsesionado por “cumplir” con cada mujer que se cruza en su camino, en su mayoría jóvenes. Yo aporté el testimonio de un hombre en la treintena que confesó abiertamente que su apetito sexual era escaso, que sin ternura previa le costaba acostarse con una mujer, y que le parecía un suplicio asumir el rol del deseo por designio de género. L. se sorprendió bastante, para mi sorpresa. Después ambas celebramos la fortuna de ser mujeres y no tener que poner a prueba nuestra fuerza, nuestra libido, aunque a cambio haya que demostrar demasiadas cosas a diario. Que es un alivio poder sentir y contarlo. Y admirar a los hombres capaces de cuidar, mimar, confesar que hoy no les apetece sin sonrojarse;  hablar con una mujer de intimidad sin que el objetivo sea llevarte a la cama, y una vez logrado, fin de la intimidad (sí, hay un pareado vulgar al respecto).

Y todo esto suena muy antiguo, es verdad. Porque por suerte ellos están aprendiendo y nosotras también. Y Julian Barnes, aquí nos tienes a unas cuantas para una velada en San Luis o donde mejor te parezca. Para hablar de tu pérdida, de tu robustez intelectual, de por qué Pat se enamoró de aquella escritora endeble y seguro que atormentada teniéndote a ti en casa. De por qué a veces hay que perder lo que se ama para entender la magnitud de lo perdido. Pero que lo perdido es la fuente de la creación. Que lo que nos inspira, a menudo, es eso que hay detrás de la niebla que nos separa de lo que fue. Y que ahí no hay diferencias entre hombres y mujeres. Sólo palabras. Que a veces son tan brillantes como tus novelas. Y tan lúcidas como tu expresión del sentimiento.

Stuart: El
primer amor es el único amor.


Oliver: El
único amor es todo el amor posible.
Gillian: El
único amor es el amor verdadero.
Otra
pregunta: ¿Qué prefieres? ¿Amar o que te amen? ¡Solo puedes escoger una de las
dos! Tic, tac, tic, tac, ¡PUM! ¡Elige!  (Amor, etcétera).

P.D. Julian Barnes será siempre Senegal para mí. Y ese hotel tan bello y decadente donde me recibió una enorme cucaracha cuando fui a acostarme la primera noche. Huelga que no dormí, aterrorizada por la posibilidad de que hubiera otra. Y tentada estuve de llamar a mi guía local para que me alojase con su harén.