Espero con ansiedad un ramo de flores. Mi amiga L y yo nos hemos juramentado para que el día del amor nos riegue con sus dones. Así que ella se hará con una orquídia blanca y yo pondré despreocupadas margaritas en su vida.

Superada la fase de cinismo, sólo queda entregarse a los rituales. Que un desconocido te sorprenda con unas líneas de amor febril y unos bombones sería lo propio. Un santo hace milagros como un coche teledirigido se estrella contra las paredes del pasillo. Pero las escépticas preferimos ponérselo facilito al destino. Así que L. tendrá sus flores sin necesidad de intercesión divina, y el señor Valentín se las componga con los enamorados que entienden el 14 de febrero como una señal inevitable del destino.

Luego está la poesía. Ningún amante pasa la norma ISO del amor sin arrancarse por unos sonetos, aunque sean prestados. En mi adolescencia se llevaba aquello de “Quiero matar al último testigo, para el asesinato de mis flores”, verso que nadie entendía pero sonaba dramático y definitivo. Los “Veinte poemas de amor y una canción desesperada” han propiciado muchos besos a tornillo y el señor Neruda debe frotarse las manos en el cielo diplomático que lo acoge. Pero en los patios de colegio la cosa era mucho más prosaica y algunas desenfundaban las cartas de sus novietes, que juro que a veces terminaban con un “Por ti iría al Polo  Norte en pantalón de deporte”.

De toda la vida he preferido el verso asonante. Los tipos consonánticos me daban risa y mi cabeza urdía de inmediato diabólicos versos alternativos. Con el paso de los años inventé para las chukis un juego que entretenía los viajes largos en coche. Una arrancaba una frase y la siguiente debía completarla en rima consonante, a saber: “Las rojas furgonetas…me causan agujetas”. Aquello tan naíf se convirtió en nuestro pasatiempo favorito, y no dudo que hoy ambas están preparadas para epatar a los aguerridos hombres de su patio con un soneto de categoría.

Lo dejo, debo prepararme para respirar amor total. Buscaré sus señales por las esquinas, leeré tal vez a Ángel González, representaremos Romeo y Julieta en la cocina y sonará She de Aznavour, como cada año.  Como si la cantara para una sola mujer que un día cometió el pecado de reírse de San Valentín. Y así le va.