Ayer, en el Telediario, gracias a un reportaje de ese juglar de la melaza periodística apellidado del Amor me enteré de la existencia de un término nuevo para mí: Amigovio. O sea, más que amigo, menos que novio. Luego he comprobado que hubo en Argentina una telenovela con ese título en 1995 que alcanzó los 248 episodios, cuando aquí apenas balbuceábamos “follamigo”, ese palabro mucho más vulgar que al parecer no es lo mismo.

Amigovio, quiero imaginar,  tiene un halo romántico del que follamigo carece. Y no porque no haya cama, que la hay. Sino porque un amigovio te dice que te quiere y un follamigo te dice que te desea. Al final, todo termina en el mismo sitio, pero convengamos que las palabras son fundamentales, la música que envuelve nuestras verdaderas intenciones.

Ansiosa de saber más, he buscado en Internet, esa fuente del saber libre y riguroso. “Se trata de una palabra que se utiliza para designar una relación en la que las partes todavía no se
han entregado completamente a los rótulos formales. Es
decir: No son amigos, porque ya se ha dado entre ellos el encuentro
íntimo, pero tampoco son novios, siendo que su relación no ha
sido reconocida entre ellos formalmente y, segundo, no ha sido
compartida con los demás (sobre todo con su familia)”.


Es decir, que el amigovio según esta web en tonos rosas y con apartados como “La bola mágica de cristal” o “Poemas, versos y poesías” (???)  tiene algo de furtivo. La excitación de lo que uno sabe y los demás no. Una aventura sin anuncios oficiales. Un territorio de libertad donde el cómplice entra y sale de tu casa mientras tu pareja, si la tienes, lo saluda con efusión.  ¡Qué buen amigo!, pensará, mientras agradece que tu amigo te recoja a la salida del cine o te acompañe a un concierto de algún pelma con mucha percusión y poca higiene.

El amigovio es un romántico que mantiene su estatus porque sabe que es duradero y poco traumático. Una relación sin demasiados vaivenes emocionales donde se pasa de compartir un libro de Peter Handke, por ejemplo, a compartir un fin de semana de pasión en un hotelito rural. Y todo sin que medie el compromiso formal. O sea, que el amigazgo sería la fórmula ideal para aquellos que se bañan pero no se mojan. Una relación líquida a lo Lipovetsky con la garantía de la eternidad sin leyes. Un invento moderno para evitar ahondar demasiado en el amor y empezar a ponerle titulares que lo contengan. Un retozo sin puertas al campo ni visitas a IKEA los sábados por la tarde.

Un purgatorio sentimental. Un síesnoes cardiaco que no duele. Un desfiladero donde alguien tapó las vistas al barranco. Un mientras me lo pienso me lo tiro. Un ahora sí, ahora no. Un estado intermedio que a ratos es un estado carencial.

Un paraíso sobre el papel al que ya se le adivinan las grietas. Pero que da para una disgresión simplona de mañana con dos cafés y enormes ojeras.