Ese bluff llamado “Love Story”

(Los síntomas del enamoramiento y del desamor se parecen: falta de apetito, ensimismamiento, insomnio, ansiedad. Me pregunto cuántos diagnósticos de amor son equívocos. Y al revés).

No creo que sea el único sentimiento confuso. La admiración a veces oculta complejo de inferioridad. El deseo, miedo a la pérdida. La arrogancia, pequeñez. El sarcasmo, dolor. El entusiasmo, pulsiones depresivas disfrazadas.

 (Diván barato, pensaréis. Y tendréis toda la razón).

Mi amigo R. me escribe un wasap mañanero: “Otro San Valentín, y yo sin pareja“. Le respondo que piense en todas esas mujeres que potencialmente podrían morir de amor por él, si lo conocieran. Que al final esto es pura matemática. Una probabilidad entre un millón. Un cruce de caminos. Que muchas parejas se cimentan en la desesperación, la necesidad, el aburrimiento, el desnivel económico, el sexo sin conquista, los hijos y la hipoteca del piso.

-Conste que no intento ser cínica, justifico enseguida.
-Ya, sí, pero la cosa es que hoy no querría estar solo. Que lo que me pide el cuerpo es mandar un ramo de flores y brindar con champán.
-Pues mándamelo a mí y te cuelgo el video en Youtube, para que veas lo agradecida que soy.

Los tópicos funcionan y nos hacen felices, convengamos. Pero las historias menos convencionales nos atrapan.

Y aquí debo confesar que hace dos días empecé un libro mediocre –fast food, para entendernos-. Lo hice porque había visto la película y me fascinó. Se titula Déjame entrar y es sueca. Por alguna razón que se me escapa los nórdicos se han especializado en el thriller como los latinoamericanos en su día en el realismo mágico.

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El libro cuenta la relación entre una niña vampira y un niño al que sus compañeros del colegio maltratan con violencia descarnada. El telón de fondo son los crueles asesinatos para que la niña, ávida de sangre, no muera. Los párrafos son simples, sin ambición literaria pero sobrados de rentabilidad. Un best seller, imagino.

Enseguida empecé a hacer algo que mi padre ha hecho toda la vida. Saltarme páginas, morralla prescindible, hasta llegar a los encuentros entre Oskar y Eli. La inocencia de un niño de doce años que se enamora de una niña vieja que huele raro y tiene una fuerza descomunal pese a su fragilidad física. Una pequeña enigmática que resuelve el cubo de Kubrick de una sentada y que para acercarse a él tiene que pedir permiso:

-Déjame entrar.

Hay una candidez bajo el horror, un rayo de luz luminoso entre la penumbra del invierno sueco, que derrite la nieve y convierte la historia en magnética. Y entonces te das cuenta de que el cemento que une a esta pareja es que ambos son freaks, seres expulsados del mundo convencional. Que para crecer uno tiene que enfrentarse a los malos, dar un paso adelante, arriesgarse o morir. Y la otra debe contener sus impulsos.

Me pareció que las mejores historias de amor son las de amor poco convencional. Que Love Story, ese bluff que trató de convencernos de que “Amar es no tener que decir nunca lo siento” (diría yo que es lo contrario), tuvo éxito porque Ali MacGraw y Ryan O’Neal eran jóvenes y bellos. Porque había dificultades y hormonas desatadas. Porque éramos pequeños e inexpertos.

Amar es decir “déjame entrar”. Y que te dejen.