Henry Cartier-Bresson. Fundación Mapfre

Como se ha empeñado en contar mi historia, piense lo que piense y escriba lo que escriba, tenga esto bien presente: olvidé aquel entierro. Sólo recordé los caballos. Eran tan hermosos. Tan brutales. Y se pusieron de pie como hombres“. Toni Morrison. “Volver“. Lumen.

Decido que la Premio Nóbel ocupará un lugar privilegiado en mi maleta. La encuentro más a propósito que nunca. Sus desgarros por las guerras y la discriminación encajan en el mundo en colapso que estrena este lunes hostil y temeroso. Un avión abatido con 300 inocentes y un baile de cadáveres que alguien ha movido sin respeto ni duelo y cuyas pertenencias ha desvalijado. Un baile de misiles que matan en Gaza a hombres, mujeres y niños (esta es la enumeración convencional. Habría otras: niños, hombres, mujeres. Ancianos. Perros. Pájaros. Árboles. Ancianos. Parece que los ancianos no cuentan. Ya han vivido su vida, pensarán. Las cronicas son crueles en su ordenada asepsia)
  

Leo que hay despojos humanos por todas partes.  La muerte circundante te empuja, como a Morrison,  a pensar en los caballos. Tan bellos, la nobleza. Un galope esturcón por aquel prado de entonces, los Picos de Europa violetas, imponentes, al fondo. Aquellas patas encuadradas, poderosas  y las crines balanceándose al murmullo suave del viento del Cantábrico. Acaricié esas crines, al principio con miedo, estremecida. Las bestias salvajes no se someten, si acaso se relajan un instante mientras tantean las briznas de hierba fragante y húmeda. Al fondo había un sendero. Paramos a comer. Los niños, despreocupados y felices,  reían y devoraban rajas de melón. Eran tiempos de paz.

Uno se refugia en la bondad de los recuerdos cuando caen bombas. O les abre las tripas y las extrae, calientes, chorreantes, y las sienta a la mesa. Toni Morrison de nuevo, con la venia: “Corea. Usted no lo puede imaginar porque no ha estado allí. No puede describir aquel paisaje desolado porque no lo ha visto nunca. Deje primero que le hable el frío. Quiero decir frío. Más que congelar, el frío de Corea duele, se adhiere como un pegamento que no te puedes quitar“.

Pocas veces un verano ha estado tan salpicado de sangre. O lo mismo sí, pero la memoria es frágil y prefiere olvidar  las pesadillas, el retorno amargo y el olor sofocante y acre de las trincheras. Hubo otros agostos bombarderos, que no nos impidieron concentrarnos en las maletas, esas que ahora he sacado aunque aún no sea el momento, sólo para mirarlas y así verme de viaje. Para correr por los acantilados y tirarme entre helechos a imaginar historias muy barrocas, con tormentas. El verano era escribir, amar y correr. Las cenas con amigos. Las noches de San Lorenzo con sus lágrimas y las chukis y yo mirando al cielo, tapadas con las mantas. Ya tan cerca. “Ahí está el Carro, con la Osa”.

Bombardeo en Gaza, ayer

Está muy equivocada si cree que sólo buscaba un hogar con una buena ración de sexo dentro. Muy equivocada. Esa mujer tenía algo que me dejaba sin habla, quería ser lo bastante bueno para ella. ¿Tanto cuesta entenderlo? (…) No creo que sepa usted gran cosa del amor. Ni que yo sepa mucho tampoco”.

Ayer Cartier-Bresson, en la magnífica exposición de la Fundación Mapfre, hablaba de lo mismo. La guerra y sus contornos. El amor y la miseria. La belleza de una mujer en el Madrid más deprimido de la Guerra. Un vestido blanco ceñido a sus caderas. Los pies con calcetines, esas piernas de maniquí sin pose. Había mucha gente, demasiada. Uno no puede aproximarse a la belleza ni al dolor con tanta gente, tan cerca que los hueles. Parejas que comentaban cada foto, sin soltarse las manos. Seguía entrando público como en esos conciertos que devienen catastrofes. Tuve una intuición de muerte, salí sin ver todas las salas, aturdida. Corrí hasta el Retiro, con los periódicos y busqué mi banco de lectura. Respiré. Tenía frío.

Volveré a esa sombra y a esa expo, buscaré aquel caballo. Escribiré un relato. Cazaremos estrellas. Recuperaré la fe y la esperanza. Y si puedo, no encenderé el televisor no sea que los fogonazos de muerte me impidan ver el prado, tan amado.

Quería ser lo bastante bueno para ella”. Seguro que lo era.