Conocí una mujer que presumía de amantes. Los llamaba sus “fijos discontinuos”. Para enjugar su soledad preparaba recetas de cocina que nadie se comía. Los amantes, al parecer, nunca se quedaban a cenar en casa. O cuando lo hacían era tan breve que apenas daba tiempo a desdoblar la servilleta.

Una noche esa mujer dramáticamente sola nos contó a las demás trucos de seducción muy noveleros que, según ella, practicaba con éxito. Por ejemplo, volver de baño y meterle al amante unas bragas en el bolsillo de la chaqueta. A las demás nos entró la risa. Yo directamente intuí que mentía. Que trataba de adornar con literatura erótica barata su insondable vacío.

No he visto la película de Almodóvar pero Los amantes pasajeros me parece un título sugerente, como acostumbran a ser los del director. En realidad, todos los amantes son pasajeros, se queden o no se queden a cenar en casa. La provisionalidad es lo que presuntamente convierte cada encuentro en una mascletá.  Pero en real life no conozco demasiada gente feliz en su condición de amante. Un amante es un ser a salto de mata que espera una llamada, un whatsapp, para reactivar su corazón.

Una de mis amigas me relató el otro día cómo su ex, con el que rompió hace tiempo, le acababa de confesar al detalle los cuernos que le había puesto con una amante. Hoteles, viajes, revolcones y llamadas intempestivas. Me pareció innecesario y cruel. Lo que había estado  negando sin parar mientras la relación agonizaba se convertía en un relato con título, subtítulo y dolorosos sumarios que a mí me revolvieron el estómago.

Pensé que la figura del amante está sobrevalorada por altamente literaria. Pero cuando cobra vida suele dejar un reguero de frustración. Y entonces te da por preparar fideguá a las seis de la mañana. Y por inventarte lances en ropa interior bastante grotescos.

Sospecho que la sonrisa vertical, en ocasiones, se vuelve mueca.

Leo hoy una entrevista a Jorge Herralde, editor de Anagrama al que admiro, donde menciona una novela de amantes que me fascinó en su día: “En los años 80 se dio el llamado best-seller de calidad que nosotros
vivimos, por poner uno de los muchos ejemplos, con “Bella del señor“, de
Albert Cohen, un libro de 800 páginas de autor desconocido y que se
convirtió en un best-seller, eso ahora es radicalmente impensable. Ha
habido un proceso de banalización general de la cultura, ha pasado
también en el mundo del cine”.http://www.sumacultural.com/201302199555/herralde-ha-habido-un-proceso-de-banalizacion-general-de-la-cultura

Bella del Señor narraba los efectos de la pasión desatada. Del impulso por encima de la reflexión y la supervivencia. Hablaba de humillación y dolor extremos. Hablaba de los celos devoradores. Era una novela no apta para espíritus hiperestésicos, diríamos, que terminabas deseando no sentir nunca esa sensación voraz y destructiva. No  he podido olvidar el suspiro que pegué tras cerrar la última página. Muchas veces he pensado en releerla, pero no lo he hecho.

En Bella del señor nadie le mete a nadie la ropa interior en la chaqueta, querida, ni tampoco cocina recetas exóticas para quien no vendrá. Pero tiene ingredientes que se te atragantan.

Con los años he entendido que un amante es alguien que nunca te lo dará todo. Y es perfecto cuando eso es lo que uno espera.  Pero casi todos, en el fondo, soñamos con sentirnos únicos y excepcionales para alguien, en algún momento de nuestras vidas.

Y esto no es nada literario ni será nunca una trama de Almodóvar.

“Tambaleándose, y con un frío invadiéndole, la dejó en la cama y se echó a su lado, besó el rostro virginal apenas sonriente, tan bello como la primera noche, besó la mano aún tibia pero grávida” (Bella del Señor. Albert Cohen. Anagrama)