Mi querida Big-Bang:

Que te regalen por tu cumpleaños una botella de ginebra da que pensar. Por muy de coleccionista que sea. “Es para que colecciones cogorzas”, parece decir. Una cosa es que yo misma airee mi historia de amor con el gin-tonic, y otra que mi familia lo asuma como una tara inevitable y, por tanto, cotidiana. Además, lo bueno de los vicios ocultos es que permanezcan ahí, en la cueva, como el queso Roquefort con sus gusanetes. Imagino que a Lord Byron no le habría molado mucho que Shelley le alargara un botellón de absenta a plena luz del sol en plan: “felicidades, aquí tienes tu veneno. Compón una oda a la amistad etílica y brindemos por ello”.

Creo que es innecesario mostrarse enteros. Reivindico la oscuridad como uno de los rasgos que nos hacen más interesantes.La gente transparente está bien para cerrar un trato, pero no para salir de copas. Donde esté un tipo con secretos, con esa mirada atravesada y esos jeans renegridos de tanto regodeo con las barras de los bares, que se quite lo demás. En la literatura, los personajes sin trasfondo no dan mucho juego. Hay que inyectarles cierta ambigüedad moral para que uno empiece a pasar páginas sin aliento hasta desenmascarar su alma. Y a menudo, sobre todo en las buenas novelas, eso no sucede.

La transparencia es ideal para anunciar compresas, solicitar un préstamo o postularse como canguro de menores chungos. También para presentar el Telediario del mediodía. De ahí la perpetuidad de Ana Blanco, esa mujer que parece oler siempre a jabón, que no a perfume. Que tiene ese rictus de persecutora incansable de la verdad; que no se altera ni con calambrazos de picana y que, milagro, no ha envejecido en los quince años que debe llevar al frente de las noticias. Mi duda es: ¿qué beberá esta mujer cuando sale? Una Mirinda, sin duda. O puede que se meta un talegazo de bourbon, que también conserva lo suyo. Ambigüedad.

Conste que no me gustan los alcohólicos. Y muchos ex alcólicos tampoco. Ahí tenemos a Bush, que cambió la botella por las tropas de asalto. A Mel Gibson -en el apartado de habituales del detox- que escucha misa en latín, se bebe las existencias de la sacristía y amenaza a sus novias por teléfono. O a Lindsay Lohan, que pasó de virgen a lady whisky (aderezado con otras sustancias) sin paradas intermedias y sin alterar su perfecto tinte rubio.

…Lo que no me impide amar con desesperación a Robert Downing jr y a Charlie Sheen. Dos viciosos confesos que le dan a la frasca desde que  llevaban dodotis. Si lo pienso, creo que es porque no parecen vencidos; porque pese a los vahos etílicos conservan parcelas vírgenes en sus rostros. Como si bebieran para entender el mundo con más claridad, para bailar con el destino, para rebelarse contra el puritanismo de Hollywood.

Lo dejo, antes de que la liga de padres de moral intachable me acuse de hacer apología del alcoholismo. Como diría mi amigo J., “sospecho de la gente que no bebe jamás”. Voy a esconder inmediatamente mi tesoro de coleccionista y en cuanto me sienta ambigua será la señal. Pienso prepararme una copa y brindar por los seres traslúcidos, por el demiurgo y por todo lo que excita la curiosidad humana. Incluida Ana Blanco.