Lo bueno de levantarse temprano es que nadie te incordia el pensamiento. Lo malo es que, con un poco de mala suerte, coincides con los que aún no se han ido a la cama. Un encuentro afterhours puede ser fatal. Tú apestando a café y el otro ginebra. Hay alientos incompatibles.

Cuando trabajaba en la radio solía llegar de madrugada, a eso de las tres, a la emisora. Las putas y los chulos se encaraban a pocos metros del portal, cuando no dentro. Y mi cuerpo no estaba para procesar broncas ajenas. Así que tocaba ansiosa al telefonillo y un amable guardia jurado tenía que bajar a abrirme. Nueve pisos. No menos de dos minutos. Dos minutos a las tres de la madrugada con un lupanar ambulante alrededor equivalen a media hora pasadas las nueve. El tiempo es así de caprichoso.

Para esas putas desoladas de noche y de tipos poco exquisitos, las tres era el ecuador. Con suerte, si habían hecho buena caja, podían volver a casa. Pero la mayoría de las veces no era así y yo me las encontraba de nuevo en una café, al amanecer, tiritando. Ellas y yo unidas en el bostezo. Sincronizadas al fin.

Hay hombres que llegan tarde, o demasiado pronto. Amigas que se desaparecen hasta nueva orden. Duelos que persisten con el paso de los años. Proyectos que no cuajan. Conversaciones pendientes. Perdones aplazados. El tiempo es lo único que no se puede forzar. Las putas lo saben y se administran la noche contando polvos en las aceras.

Una noche una de ellas me pidió fuego mientras yo esperaba al vigilante.

-¿Usted trabaja aquí?
-Sí, bueno, en realidad soy becaria.
-Becaria es la puta de la radio, ¿no? inquirió ella.
-Pues…Un poco sí, reconocí. 

Y nos reímos juntas.

A los veinte años un desfase horario es una bendición. Mis días de becaria me hicieron simpatizar con esas mujeres y, a cambio, me incapacitaron para dormir más allá de las seis de la mañana. 

El tiempo es tirano y audaz. Y la madrugada un no tiempo suspendido donde los pensamientos se  dejan atrapar más fácilmente.  Como algunos hombres por las calles…

P.D. Y de repente me acuerdo de lo mucho que me gustaba Walter Vidarte, el borracho de esa serie de madrugadas y radio llamada “Tristeza de amor”.