Mi querida Big-Bang:

Me llamo X y una vez robé un paquete de galletas rellenas de cereza en un supermercado. Ya está, ya lo he dicho. Las circunstancias: Yo atravesaba una adolescencia turbulenta ma non troppo y mis amigos de la panda de la urbanización afanaban para hacerse los chulitos, así que al fin me dejé llevar. Por supuesto, me pillaron. Tenía tal cara de delincuente cuando metí el paquete color plata debajo de mi camiseta de algodón verde que más parecía a Jack el Destripador con un despojo humano que una niñata con coletas ocultando unas migas. Pasé tal vergüenza que decidí que en adelante fingiría los delitos, para conseguir el doblete de ser aceptada por el grupo y no terminar en chirona.

Ser adolescente era una enfermedad que había que pasar, como la escarlatina en tiempos de Louise May Acott (Mujercitas?). Y el trago llevaba incluido todo tipo de peligrosos rituales iniciáticos, a saber: fumar (qué asco, casi me asfixio la primera vez), besar con lengua (eso lo postpuse gustosa), maquillarse a escondidas (mi madre era Ojo de Águila, así que “no way”), oler a choto (mi padre, el hombre, llegó un día a casa con un bote de desodorante de una fragancia floral tan insoportable, que me convertí en la reina de la ducha), bailar lento en las fiestas con el mayor número posible de chicos (prueba superada, con mis sabidos problemas de coordinación), amar y odiar con idéntica vehemencia a tus amigas, por turnos. Y, por supuesto, mentir.

La mentira era y es el equipamiento de serie en la adolescencia. Un arma de destrucción masiva que termina autodestruyendo al trolero, pero eso a los catorce no lo sabes. Inventas, fabulas, construyes y destruyes para que te quieran, y los que te quieren de verdad terminan por no soportarte. Es una de las paradojas de la vida, supongo.

Recuerdo una trola coral que metimos una noche a nuestros padres, de esas trolas de manual: “Hoy dormimos todos en casa de nosequién”. “¿Están sus padres?” Claaaaaaaro. Pero Ojo de Águila y su ayudante, Sherlock Holmes (o sea, mis padres) no picaron ese anzuelo y mi hermana y yo juramos en ocho idiomas, indignadas por los puntos que íbamos a perder en el grupo.

Al día siguiente supimos que aquello había sido una versión vainilla de Sodoma y Gomorra y que la mitad de nuestra panda estaba en prisión doméstica sin fianza. Algo nos compensó, pero no demasiado. En la mafia no está bien visto el que se va de rositas. Y un pandilla de adolescentes es la mafia. Si todos disparan a los pringados, tú no puedes ser menos.

Luego vendrían los granos en la cara, los castigos frente a un cuaderno lleno de ecuaciones, las cartas de amor naif que guardé y leo de cuando en cuando. La sensación de odiar al mundo y todas sus manifestaciones de autoridad. El deseo de tener una sudadera verde menta, como todas. El deseo de estrenar unos tacones (y que tu madre te regale unos de monja, la jodía). Las broncas por llegar tarde a casa, los primeros deslices carnales, la culpa. La culpa.

Ser adolescente era, y es, descubrir el peso de la culpa. Convivir con una mosca cojonera que no aprendías a gestionar. Entrar en el bucle de mentira-culpa-mentira sin solución de continuidad. Irte de casa dando un portazo. Ser castigada cientos de veces. La virulencia y el desasosiego permanentes. Hasta que un día, sin saber muy bien porqué, la tormenta perfecta se había calmado y tUs hormonas te daban tregua. Bye bye, amigos chorizos. El beso con lengua te lo va a dar tu madre, majete, y eso de que todas se dejan meter mano menos yo no se lo cree nadie. Yo soy yo con mi desodorante floral incluido. Lo mismo vuelvo a suspender las matemáticas, pero soy tan feliz con mi sudadera verde menta que esta tarde sí que sí me quedo pegada en la mesa resolviendo las ecuaciones. Y la fiebre pasó, sin darnos cuenta.