Me gustan las historias pequeñas. Mejor, las diminutas. Nanohistorias, digamos. Encuentro que la ampulosidad de las grandes, las gestas, las hazañas, aniquila los detalles, las partículas de polvo adheridas que brillan cual diamantes; los roces y el olor de los cuerpos cuando sudan y se dejan ir en mareas de sal muy pegajosas. El vaho en el cristal.

Contemplada de cerca, al microscopio, una vida siempre es interesante. Incluso la de un pez llamado Sierra que se reproduce por partenogénesis. O sea, sin necesidad de aparearse. En la más insondable virginidad. Imagino a esa especie como un harén del que expulsaron a los machos no por incompetentes sino por prescindibles. Y la historia de uno que urde un plan para volver las aguas a su cauce (lo que es el ritual eróticopiscícola de toda la vida).

Mi héroe, el pequeño Sam, debe convencer a las mujeres Sierra de su irresistible atractivo. De que la clave de una pareja reside en no necesitarse. Si acaso, un poquito. Lo justo para hacer un pegamento que suelde los enconos, cuando el frote de aletas en un barreño enano genere unas heridas diminutas que rozan como cortes en la yema de los dedos. Además, Sam debe alzarse, desesperadamente, con el premio al guerrero del amor. Vengo a daros placer, señoras mías. Relájense y disfruten.

Pero ellas no necesitan un macho lascivo, dominante, si acaso un compañero.

En el Jardín del Edén no había sexo. Había una serpiente. Había una manzana. Y poco más. Mark Twain le dio vidilla a aquella historia rancia en su delicioso “Diario de Adán y Eva”. Y el pecado original pasó a ser gozo. Pero sólo para quienes leían (algún premio debe haber para espíritus cultivados e inquietos, digo yo. Tal vez un asalto consentido al barreño de las hembras autosuficientes, en adelante onanohembras).

Me pregunto qué sería de nosotros si practicáramos la partenogénesis como practicamos el ajedrez, la desmemoria o el escapismo a lo Houdini. Si sólo entendiéramos el Edén compartido para el coqueteo y la seducción. Si nadie buscara en nadie al padre, a la madre de sus hijos. Si sólo la pasión, tan ciega y loca, guiara los destinos. Y quedaran disueltos el compromiso, esa palabra plúmbea como un bloque de cemento en Dakar, la responsabilidad con la camada.Y las ganas de huir, estranguladas. Y el cuaderno de bitácora escrito por otros que no soportan que nadie se salte el guión como el pez salta del barreño. Señores, no salpiquen, naden en orden…No miren a esas hembras.

Y Sam, extenuado, ensaya monerías en ese gineceo. Y llama la atención de una pecesa, válgame la licencia, que no quiere no oír hablar de descendencia. Y lleva nadando siglos, en figuras muy bellas, como una Esther Williams sin ambages ni carmín en la boca. Y encuentra muy gracioso a ese pez insolente que la mira muy fijo, al borde de su cárcel. Y como por despiste se acerca y se insinúa. “No quiero hijos, guapo”, es su saludo. “Yo tampoco, querida”, dice él. Y en un último estertor, casi un destello, pega el salto más olímpico de la historia de los peces, y describe un arcoiris en el cielo gris, tan luminoso, que dios decide llamarlo Paraíso pero esta vez sin bichos ni frutas de la culpa.

(Ahora que lo pienso, por eso no me gustan las manzanas. Nunca quitan el hambre, pero si te las dejas y eliges una tarta sobreviene la culpa, esa traidora)

Y Sam y Ena, así se llama ella, se lo pasan pirata descubriendo sus pliegues bajo las aletas. Y no comen perdices porque son unos peces, no olvidemos. Y se ríen del mundo y de las grandes historias que son sólo anestesia contra el miedo, el destino…