Oliver Laxe

Una tarde, hace poco, fui al Círculo de Bellas Artes a ver “Mimosas”. La película -magnífica- la presentó su director; Oliver Laxe, un gigante de los que ilustran las  etiquetas de bote de hortalizas con cara bondadosa y trazas grunge que se mesaba su espesa cabellera como un tic de timidez y terminaba cada respuesta del público con un “no sé…” que lo distanciaba de cualquier atisbo de soberbia en sus consideraciones. Un tipo que triunfa en Cannes y no se entera nadie más que los del cine porque, pese a su evidente atractivo y a la calidad de sus películas, no va con un tambor ni una tribu de majorettes haciéndole la ola. Y se tira cinco años si es preciso para alumbrar un proyecto como Mimosas porque lo entiende como una misión. Un romántico de envolvente acento gallego y un discurso mesiánico salpicado de términos de homilía de iglesia que antes de la proyección de la cinta nos recomendó que “no nos peleáramos contra nosotros mismos” al verla. Que no intelectualizáramos, que mirásemos a través de la piel. Luego se abrió un coloquio:

-¿Por qué la película se llama Mimosas (si no hay una sóla aparición de las flores ni de mujeres o niñas zalameras).
-Porque nos quedamos sin presupuesto de producción. La historia iba a transcurrir en torno a un café con ese nombre, pero luego no fue posible y decidí dejar el título. Uno no sabe por qué llama a un hijo como lo llama…

Tiene razón Oliver Laxe. A veces las cosas son por accidente. Como cuando los padres explican por qué doce años después nació un cuarto hijo. El azar, de eso hablo. O de cómo una circunstancia alumbra un chispazo que te coloca en un lugar insólito y ya que estás decides colgar un cuadro aquí, poner un sillón allá y prepararte una infusión de boldo para darle alivio a tu hígado fatigado de fastos con coartada.

El otro día acudí con L. a un almuerzo de esos que convocan a muchos señores muy importantes (el traje y la corbata impecables son el estandarte. No existe, ahora que caigo, equivalencia simbólica en el atuendo de la mujer). En la escalera de acceso nos encontramos con un hombre con el que tuvimos algo que ver profesionalmente en el pasado. L,. lo saludó con extremada simpatía y hasta lo invitó a quedarse con nosotras dado que había que hacer cola para acceder al comedor. Él  accedió poco entusiasmado, y tras breves segundos en los que no mostró ningún esfuerzo por corresponder a nuestra cortesía ni siquiera para hablar del tiempo, se agarró con alivio a otro señor y ni siquiera nos despidió, para nuestro pasmo. El tipo, debo decir, mostró en su día un trato profesional chulesco y casi vejatorio en un asunto delicado que no habíamos olvidado.

Días mas tarde me vi rodeada de varias señoras que ostentan cargos de mucho peso y han sido pioneras. No sé cómo salió la conversación:

-No sabía que era feminista, pero lo he descubierto, dijo una. (De las mujeres más listas y vivaces con las que uno puede cruzarse).
-Pues yo sí lo soy, abiertamente.

Entonces se me llenó la boca con eso de que tengo muchas reticencias al discurso feminista convencional, y que rechazo las cuotas porque pienso que si entran mujeres mediocres enseguida se las señalará y esto se volverá en contra de las demás.
-Tienes razón, ¿pero te has dado cuenta de la cantidad de hombres mediocres que triunfan y nadie los señala con el dedo? Nosotras también tenemos derecho a ser mediocres.

Entendí que tenía razón. Esa mujer ha ostentado uno de los cargos más altos a los que se puede aspirar en la administración. Ha sido portada de periódicos, ha abierto telediarios. Y no atisbas en ella ni un solo gesto arrogante. Tampoco, curiosamente, en las que la rodeaban. Y no digo que todos los señores importantes sean altaneros o petulantes. Digo que muchas de las mujeres excepcionales con las que tengo la suerte de cruzarme no hacen ninguna ostentación de su valía, puesto o logros ni se adornan con plumas. Como Oliver Laxe no se chulea de su buen cine, sino que lo defiende suavemente y deja que la contundencia fluya en la pantalla.

Así que bienvenido el talento y tenga cabida la mediocridad. Pero rechazo radical al presuntuoso, altivo, envarado, inmodesto, chulo, petulante o envanecido. Seas hombre con corbata y mucha prisa en la escalera o mujer desesperada por un reconocimiento paritario y sin aguas subterráneas contaminadas de condescendencia, paternalismo o grosería. Como decían las abuelas, quien mucho se perfuma huele mal. La importancia es una fragancia tenue que echas de menos cuando deja de estar, y nunca aturde.