Ayer un diario de alcance nacional le dedicó CINCO páginas -más que a la crisis griega- al “piropo como agresión”. O, mejor dicho, sacó a una reportera rubia cual walkiria para poner a prueba a los hombres y demostrar la incontención del macho vulgaris ante el paso de una guapa de pelo largo y piernas de anuncio de Martini.

Naturalmente, sorprendió a muchos con miradas de ¿lascivia? que calentaron aún más los termómetros de Madrid y Sevilla, ciudades escogidas para el “experimento sociológico”.

Los sumarios del reportaje destacaban el fruto de su paseo: “Quién te pillara” o “Vaya culo, estás buenísima”. Incluso “Guapa, ¿quieres casarte conmigo?”… Había algún otro más subidito de todo. La aguerrida periodista se lamentaba de que “los hombres que emiten estos comentarios -o las mujeres, aunque en menos medida- ni se paran a pensar en la experiencia que viven quienes reciben dichos piropos. Lanzan sus dardos envenenados para agrandar su ego, y a nosotras nos dejan en la indigencia vital. Sin recursos, sin saber qué hacer. Quemadas por dentro

Confieso que el párrafo me hizo sonreír. A punto estuve de escribir a la atribulada rubia para aliviar su quemazón con alguna sugerencia del tipo: ¿Y si simplemente finges que no lo has escuchado y sigues tu camino?

El texto del reportaje era mediocre y estaba trillado de frases vulgares como “una de las cosas que más me molesta (le faltaba la “n”) es que me obligan a cambiar de planes”. La editora pejiguera que albergo hubiera tachado esas líneas sin piedad.

Las fotos no tenían desperdicio. Hombres de todas las edades vueltos hacia la joven. Convertidos ipso facto en salidos para la posteridad. Más de uno y más de dos habrán tenido que dar explicaciones en casa. Pensé que las calles están llenas de sátiros y yo sin darme cuenta hasta la fecha. Y luego recordé una noticia de El Mundo Today que me arrancó carcajadas en su día y que se titulaba “Un albañil miope piropea a su propia hija”: 

“Ven aquí, que te lo como todo”. Con estas palabras se dirigió esta
mañana Valeriano Lozal a su propia hija Silvia, de 17 años. El hombre se
encontraba en lo alto de un andamio trabajando y su incipiente miopía
le impidió reconocer a la chica, quien sí pudo identificar al instante
la voz de su padre “diciéndome unas cosas tan asquerosas que sigo sin
poder quitarme de la cabeza”, se lamenta la joven. Fue cuando ella
respondió “Papá, qué coño estás diciendo” que Valeriano se dio cuenta
del terrible error que había cometido”.

(Como acompañamiento al reportaje -prácticamente dossier- había dos columnas de opinión. Una de ellas firmada por Teresa Rodríguez, secretaria general de Podemos Andalucía, que arrancaba así: “Siempre me molestaron (los piropos) y no sabía quién leches era Simone de Beauvoir“).

Recordé, en un fashback inevitable,  cómo hace unas semanas, de camino al trabajo, me fijé en una mujer de unos cincuenta, vestida con camiseta de rayas y jeans, ambos ceñidos, que caminaba delante de mí sobre unas plataformas de esparto. El pelo largo y negro era ralo, pero no quitaba un ápice de atractivo a sus andares. Yo no podía dejar de mirarla, porque era un espectáculo de gracia, armonía y descarnada sensualidad. A su paso comprobé que muchos hombres estaban tan fascinados como yo misma. Jóvenes, maduros, trajeados o en ropa de faena. Admiraban a esa mujer como se admira la belleza perturbadora.  La belleza imperfecta. La belleza con un sween que nos hace celebrar la vida y sus dones.

Ella parecía ajena al reguero de ojos, y yo seguía su trote aliviada por una constatación. Esa otra belleza impecable, huesuda y desangelada de las revistas es una construcción intelectual. Hay vida y atractivo más allá de los cuarenta. Más allá de los vientres planos y los brazos anoréxicos y la languidez de extremidades y gestos.

Reconozco que mi osadía me llevó a hacerle una foto desde la retaguardia. No escuché ningún piropo de boca de todos esos hombres, sólo miradas de celebración. Pero puede que me equivoque porque mi experiencia es limitada. O porque los piropos que escucho no son avalanchas lascivas que me impidan avanzar por las calles de Madrid.

Y no, no puedo estar más de acuerdo con que una falta de respeto es censurable. Pero sacar a la calle con tanto calor a una periodista mona para poner a prueba a los hombres me parece un ejercicio de amarillismo periodístico del calibre mil. Un entretenimiento bobo. Un dislate a cinco páginas donde me hubiera gustado leer en lugar de tanta banalidad mal escrita,  artículos bien urdidos sobre arte, política, cine, sexo, apareamiento entre primates o alta literatura.  Simone de Beauvior hubiera estado de acuerdo, me parece. (“Sea quien leches sea”, señorita Teresa).

Pero lo mismo esta reacción viene de que no estoy tan buena como para soliviantar a las masas. O no pienso que un hombre que me mira y se atreve a llamarme guapa es un sátiro irremediable.