“Cuando te sientas refrescado, relajado y desapegado, saca tu historia del cajón y léela”
Mi gurú literaria de mesilla -junto con R.L Stevenson y Montaigne– es Dorothea Brande y en tiempos de desconsuelo vuelvo a ella, a su cálido regazo de palabras que envuelven consejos sencillos de tortuosa ejecución.

Sencilla es desde luego mi historia de domingos, ya sabéis. De muy mañana me pongo las botas de campo y un jersey viejo y ciego que me quiere hasta con legañas. Bronte espía cada movimiento con el leve desapego de esos rituales de los que no se esperan grandes sorpresas. Y así hasta que le abra la puerta de toriles y salga disparado calle abajo. El pueblo.

Pero antes… Yo bebo café a sorbos morosos y él finge que duerme cabalgando sobre el respaldo de su sofá, y a su hora lo tengo justo a mis pies, mirándome embelesado, ojos carbón de chimenea. Y entonces sí, ya me levanto y le sirvo la comida en su platillo y mientras devora yo pienso en el alivio de la repetición. En la bondad de lo que esperas y no defrauda. En el gozo frugal de lo más simple. La sinfonía del domingo es tan naif que arrugaría la nariz de los más críticos, pero tan apacible que dan ganas de casarte con ella para siempre.
En realidad, iba a hablar de que no puedo seguir el consejo de Dorothea porque afuera hay barricadas. Si en algo siento que me hago mayor es en que la violencia me araña una piel cada vez más alérgica al ruido. Vivo en un mundo hostil y adolescente que se mueve al ritmo despiadado de los haters. Me cuesta mantener la equidistancia; ese juramento de fuego que me hice cuando sentí que las tripas no eran buenas consejeras y busqué la razón entre las palabras de los unos y las otras. A ratos mi corazón de cristal es un charco de sangre, a ratos una piedra olvidada en la arcilla tan roja del camino.
No creo las proclamas que escucho, el cobarde se defiende como puede. El oportunista encontrará en el fuego de las calles su ocasión de arañar el poder, esa droga mortal cuyos yonquis se visten con trajes y corbatas (y ellas lo mismo y más variado, virtudes de la planta de señoras). Y mientras, los mediocres brujulean por las calles y encuentran gangas para exhibir su nada al por mayor.

Las niñas y niños de papá que se aburren en casa enganchados al Smart phone de mil euros han descubierto la diversión de arrancar las patitas a las moscas: de una en una, como antes las margaritas del me quiere no me quiere, y fantasean con berridos de dolor tras el agitar de unas alas transparentes. Sin saber que una mano de hierro las dirige y una boca voraz se las zampará cuando llegue la hora, a dentelladas.

            ¿Refrescada? ¿Relajada? ¿Desapegada? No es el caso. En calma conquistada de domingo, juraría. “Para ser escritor hay que aprender a mirarse desde fuera”, susurra Dorothea (“Pa-ra ser es-cri-tor”, Ed Círculo de Tiza). Y en esa afuera estoy, casi flotando, sin ganas de volver a los adentros.