“Quería hechos, y buenas historias. Cuanto peores eran, más le gustaban: historias de vergüenza, de humillación y fracaso, historias puercas y manchadas de semen, de lo contrario se marchaba como una espectadora decepcionada”. El buda de los suburbios, Hanif Kureishi.

Las historias pegajosas a veces dan pie a diálogos delirantes: “Los cuatro meses que estuve sin regla fueron los más felices de mi vida”, sentenció ayer C. mientras se metía un trozo de brocheta de pollo en la boca. Entre mujeres, la menstruación es un tema recurrente y democrático: todas tenemos algo que aportar a la casuística general. “Cuando me quedan tres o cuatro días me retiro de la vida social, desayuno Bloody Marys y dejo que por ahí abajo se me escapen los malos humores como se escapa el agua del grifo por el sumidero del lavabo”.

Una historia puerca, a lo Kureishi, sólo se sostiene con buenas artes literarias. La casquería denota baja estracción social, cultural o metafísica cuando no se hace esgrima con las palabras. En torno a la maldición femenina hay giros que retratan a quien los emplea. Personalmente siento rechazo agudo por la expresión “me ha bajado la regla” porque me imagino una cascada desbordada y roja y me da miedo como me dan miedo las mujeres de uñas largas y aún más si las pintan de ese color.

Recuerdo cierta compañera de trabajo que solía justificar sus ausencias o retrasos con sms donde me describía los pormenores de su regla, causante directa de su ausentismo. Os ahorraré los detalles, por escabrosos. Sólo sé que un día le contesté: “too much information” y nunca más reincidió. Hay temas que no merecen demasiadas líneas en un diálogo salvo que seas un maestro y puedas sortear los epítetos más próximos a la realidad que describen. Y el calendario rojo es uno de ellos.

Cierta mujer que conocí solía advertir a su pareja del asunto, ya que se volvía literalmente insoportable. El mensaje era invariable: “Mejor hoy no quedamos. Tengo un SPM-DPM” (Tengo un Síndrome Premenstrual de Puta Madre). El hombre se lo tomaba a risa y bajaba la guardia cuando pocas horas antes había estado a punto de matarla con alevosía porque ella realmente se mostraba irritable y buscaba pelea con embates nada literarios, por cierto.

Creo que la literatura se inventó en parte para disfrazar las realidades más salvajes del ser humano. La mención a fluidos y excatologías. Aquello que nombrado fuera de la consulta de un médico o de un laboratorio de química provoca estupor y temblores. Nos degrada, nos recuerda que somos animales y que por mucho que nos perfumemos con Chanel (O Comme des Garçon) sudamos y olemos mal. Pero hablar de ello en una comida, convengamos, es una ordinariez por mucho que todas tengamos la regla y nos hayamos empapado de aquel spot memorable, creo que de Isabel Coixet, que se preguntaba “¿A qué huelen las nubes?”.

Pues la nubes, querida, huelen a acera tras la lluvia. Uno de los olores más increíbles que nos ofrece la naturaleza. Ayer lo comentábamos mis amigas de la universidad (tantos años, tantas reglas y tan cerca) al salir de un café y tras un chaparrón que trajo de súbito el otoño. Ahí sí que puede decirse “me ha bajado el otoño” porque las gotas caían con furia y al mezclarse con el polvo de las calles creaban una fragancia que te llenaba los pulmones de entusiasmo. Bajó el otoño y los asuntos pegajosos pasaron a un segundo plano. Y todas respiramos y decidimos que lo que nos hace animales es el alborozo de sentir cómo la humedad penetra hasta el fondo y nos contagia de un optimismo tan desatado como un SPM, pero bello y gris como una cortina de plata que te recuerda que renacer es mojarse. Y entrar en el ciclo más catártico que existe, el de las estaciones.





“Antes de que me diera cuenta estábamos pasando delante unos lavabos públicos que había junto al parque y ya tiraba de mí. Al inhalar el cóctel de orina, mierda y desinfectante -que yo asociaba con el amor- cuando me arrastraba hacia allí, tuve que pararme a pensar. No es que creyera en la monogamia ni en nada parecido, pero Charlie ocupaba todos mis pensamientos y no podía pesar en madie más…” (Hanif Kureishi)