Últimamente participo de conversaciones sobre un tema de ciencia ficción: la invisibilidad.

Los encuentros con mis interlocutores –mujeres de 50 casi siempre- no se producen en la tercera fase sino en ascensores, vestíbulos o  cena literarias y los derroteros de la conversación surgen del fondo de un vaso de cerveza, o de ninguna parte.

Desde que cumplí 50 años me siento invisible.

La mujer es atractiva, delgada, lleva un vestido de encaje negro, tacones de media altura y está en la cumbre de su carrera profesional. Cuenta que ahora a su hija la miran más cuando van juntas con la calle. Replico: “Anda, y a la mía, que es un pibón”.

Lejos de inquietarme, que miren a mi hija me produce cierto relajo. “LLegar a los 50 y no ser a priori un reclamo sexual evidente es como quitarse la faja”, me sorprendí diciendo la otra noche a un simpático amigo gay que ya pasó la frontera y, me aseguraba con destellos en los ojos: “follo como nunca” (Naturalmente no le hice los coros, pero me gustó su ligereza. Esa sensación de poderío y libertad que le daba seguir enredado entre las olas de espuma del erotismo XXL.

Recordé a otra mujer con la que me cruzo en eventos y siempre tengo esa sensación reconocible de que podríamos ser amigas. También ha cumplido 50 y dice que aún sufre turbulencias. “Los 50 son demoledores”. También es atractiva, y posee la elegancia de los que saben estar en cualquier escenario, incluido en el fondo de la mina. Mientras apurábamos nuestras copas de vino me sorprendí diciéndola: “A los 50 es posible que no te devoren por la calle por tu físico, pero seguro que quien se fije en ti está valorando todo lo que eres, lo que has aprendido, lo que puedes llegar a ofrecer”.

(Tengo 49. ¿Me estoy preparando por si cae un telón negro ese día? ¿Me agarro a un discurso programado contra mi propia obsolescencia?)

Creo que no. A los 50 hay que enfrentarse a cierta fuga de la firmeza, a una cintura más ancha, a unos hombros menos vigorosos. A un pecho nada heroico, tal vez. Nada muy trascendente, me parece. Pero encuentro sumamente atractivas a esas mujeres inteligentes y hace mucho que no me fijo en hombres menores de 50. La falta de tersura es como el acné en la adolescencia. Un síntoma, un reflejo del cambio alborotado. La menopausia, esa palabra fea que a veces se escupe cuando no se susurra para no molestar, es un paso más hacia el cambio. Y mis amigas que ya andan sobre sus brasas no son menos mujeres por empaparse en sudor algunas noches o tomar píldoras de soja.

Ser invisible es no ser considerado. No existir como objeto de deseo en el mercado laboral. Y aquí no hablamos de culos ni de arrugas. Tengo amigas y amigos en plenitud de sus capacidades intelectuales. Dotados de sentido común, bregados por la vida y sus hazañas. Y no son sexis para quien contrata. Y esa pérdida de erotismo sí me parece importante.

Soy miembro de un grupo de liderazgo formado por mujeres que son un vendaval. Inteligentes, optimistas, resolutivas. Privilegiadas. A veces nos ponemos a pensar qué haríamos si montáramos algo juntas. Si uniéramos nuestra musculatura al servicio de una idea.

Yo creo que cazaría talentos invisibles que ya cumplieron los 50. Los veo, los detecto y se me van los ojos detrás de sus espaldas cuando me cruzo con ellos. Su erotismo es poderoso, incuestionable, radical.

Termino con una frase de mi amigo gay de la otra noche. Me contaba que sólo los hombres homosexuales han resuelto el asunto de cumplir años sin complejos. Él había ido a una sauna de mayores en Madrid, y un señor de más de ochenta le dijo: “Tres polvos llevo hoy, a mi edad. Hay que comer bien, cuidarse y estar siempre muy limpio”. 

No me parece mal consejo… Comer, cuidarse e ir siempre muy limpio. Cultivar lo que importa y encontrar lo que te absorbe sin importar la fecha que marca tu DNI.

La verdadera crisis es no saber quién eres ni qué quieres. Me parece. O saberlo y estar atrapado en una tela de araña pegajosa que te impide saltar a ese vacío gozoso que no entiende de tallas ni de cutis perfectos.