Lo tenía encima de la mesa del porche. Juro que lo tenía. Apenas 11% de batería. Calculé que daría, a lo sumo,  para una conversación breve con Minichuki, tres respuestas de wasap con foto absurda, un mail de no más de tres líneas. Un selfie en bikini (sólo parte de arriba). ¡Administra ese remanente, nena! -diría mi abuela-.

Y de repente, el móvil había desaparecido.

No he contado que la tarde debutó con apagón.  O sea, que ese 11% auguraba un silencio fugitivo. 100% desgarrador. Un mono sin descampado al que acudir en una cunda siniestra para pillar un chute de batería y calmar mis temblores.

También se había ido el agua. Esas cosas pasaban en tiempos de Franco, y a los niños nos asaltaba un júbilo nervioso. Los apagones eran la excusa para no hacer los deberes en invierno. Los adultos, dice la leyenda, lo entendían como una invitación ineludible al sexo. Así que todos ganábamos -win-win- en la presunta desgracia. Y encima se encendían las velas de nuestros bautismos.

Ya en  democracia he sufrido cortes de agua caliente, cuando mi ex portero apagaba la caldera para fastidiarnos a los vecinos muchos lunes a las siete de la mañana. O eso sospechamos (desde que cambiamos de portero no ha vuelto a pasar. ¡Milagro!).

¿Existe la ideología del suministro? ¿la venganza de la vieja caldera de gasoil? ¿la dictadura del empleado de fincas?

Entonces ese gesto gozoso de abrir el grifo y recibir el agua caliente como una bendición se convertía en un sobresalto. Y había que calentar ollas de agua y lavarse a cazos. Y me recuerdo rezongando y poniendo cara al sospechoso habitual de “sé quién eres”, pero sin atreverme a más porque entonces no me recogería las multas (y no, no me las recogía alegando no atreverse, así que me tocaba ir a Casa Dios a pagar o hacerme la loca y pagar con un recargo del carajo).

Nuevo Baztán

Con menos, algunos escribirían novela negra. 

Sin luz, sin agua, sin teléfono. Con dos hermanos, una cuñada y un sobrino de dos años que de repente habla que se las pela. Y hace dos semanas apenas eran balbuceos.Y asisto fascinada a esa epifanía de la palabra, y le aplaudo cada frase y se ríe con todos sus dientazos y a ratos me mira con cara de “qué cosas tan tontas le impresionan a mi tía”.

Y entonces piensas, pensé,  que sin teléfono te faltan un brazo y una pierna. Imaginas que te van a llamar para comunicarte que te ha tocado la lotería que no juegas, que el hombre de tu vida quiere salir contigo, que se ha agotado tu primera edición, que un duende gentil ha pintado las paredes de tu casa, que eres rubia natural…

Y para aliviar la desazón surge un plan de noche: “¿Nos vamos a ver “Maléfica” al cine de verano?”. Sin móvil, con mi hermano y una botella de agua. Un plan de pequeños, en el patio de un conjunto arquitectónico de una belleza colosal: “Juan de Goyeneche encargó el diseño del pueblo entero
al arquitecto Churriguera, al estilo que Colbert había construido
en la Francia de Luis XIV, y desarrolló Nuevo Baztán,
aportando originarios del Valle de Baztán, castellanos y artesanos
franceses y flamencos, para activar sus industrias
“.

Maléfica

Sentía la presencia trabajosa de los artesanos franceses y flamencos. Mi bolso no vibraba. Angelina Jolie sufría mal de amores con las alas cortadas, que es como peor se sufre (después de sin batería, sin luz y sin agua).  Y la bella Aurora no se despertaba con un beso de amor de príncipe -ese atropello trasnochado para mentes flácidas- sino de corazón de madrastra redimido.

(¿Y si me han llamado mis hijas para hablar de nada importante, eso tan importante?)

Angelina Jolie, estás tan buena que lo de las alas me parece irrelevante”, pensé mientras apoyaba los pies en otra silla, detrás de una familia muy petarda de padre solícito, madre pejiguera y dos hijos mudos y encantadores.

Y sucede así:

Irte a la cama sin ese gesto mecánico de enchufar el teléfono y comprobar la hora a la que pusiste el despertador. Hacer recuento de las horas que pasaste buscando, en una batida en grupo digna del CSI las Vegas (las otras versiones se lo curran menos, debe ser por el sol). Rendirte, en un momento dado, y volver a casa sin tu viejo Samsung Note-4 donde anotas todo como una voyeur impertinente. Salir a la ciudad desierta de domingo a regalarte un paseo con batido de fresa y lo que surja. Ir sintiendo esa levedad, casi flojera, de no estar localizable. Como entonces, en la época de los apagones. Cuando eras libre y tu madre os llamaba a gritos por la ventana: “A comeeeeeeeeer”.

Libre como cuando al preso le quitan la pulsera del alejamiento. Como cuando uno podía no estar, y no pasaba nada. Podía no contestar, y no se abría el suelo del infierno.

Y cuando al fin M. me llamó ¡¡¡¡Lo hemos encontrado!!!, celebré el hallazgo, desde luego, pero una parte de mí sintió que la fiesta había terminado y tocaba recoger el confetti del suelo. Melancolía.

Y una decisión: haré dieta de móvil algún día en vacaciones. Una detox voluntaria como quien limpia el colom con jarabe de sauco (esa guarrada). Ya siento la alegría del apagón. Como cuando era niña y soñaba con mi coartada en tinieblas para ser libre y salvaje.