1. Por más que lo intente -habré estado una docena de veces-  París siempre me viene grande. Y no es sólo cuestión de dimensiones. Es Mademosielle Grandeur,  esa una mujer altiva apuntando con su nariz hacia el cielo. Tú tratas de mirarla de tú a tú, pero mascullas ese tipo de usted propio de la servidumbre.  Y te pruebas una gabardina clásica como en cada viaje, para volver a dejarla en la percha, como cada viaje. Nunca tendrás el talle lo bastante fino para esta ciudad.

2.Es imposible entrar en el Louvre sin sufrir un ataque de ansiedad. A poco sensible que seas al arte, una parte de ti se arrepiente de entrar en este disparate de las masterpieces con un límite de tres horas. Sí, vas con dos primerizas que deben ver La Gioconda, La Victoria de Samotracia, La Venus de Milo, El Escriba sentado, La Libertad guiando al pueblo… Pero para eso hay que correr y pasar delante de magníficas obras de Rafael, de Bassano, de Ingres, y es una falta de respeto no detenerse y arrodillarse delante de cada una de ellas, pero tempus fugit. Y dan ganas de llorar al tropezar con esa Diana Cazadora que te hará replantearte tu fallida historia de amor con la escultura. Y encima te sientes humillada porque eres incapaz de manejar las modernas audioguías Nintendo. Menos mal que tu hija de 13 años -la misma que decía la “anintendo”- os guía apretando los dedillos con determinación: “Mami,  eso de ahí debe ser la Coronación de Napoleón, de un tal David”. ¡Palpitaciones!

3.Hay banderas por todas partes. Banderas de pensamiento, palabra, obra y omisión. Los parisinos se sienten cómodos con su tricolor. Atravesando los grandes boulevares pienso que si se hiciera el silencio escucharíamos el paso de las tropas de Napoleón. O un discurso  de Gaulle si aproximas la oreja a los adoquines. París es una ciudad guerrera sin cura como Venecia es una ciudad del amor edulcorado.

4.Una cerveza, 10 euros 50 céntimos. Una clavada de esas que solíamos glosar en la era pre-euro. Pero hay placeres innegociables, como saborear una bien fría después de cinco horas sin parar y en una de esas brasseries con menú turístico para estómagos poco exigentes cerca de Los Inválidos. “Mamá, una agua mineral 4.50. ¿Pero esto qué es?, se asombran ellas. Esto es la dichosa grandeur, que tiene que alimentar su voracidad con carne de guiri extenuado.

Diana Cazadora

5.Tú te pierdes, como siempre. Es una cuestión de carácter. Así que como eres la jefa de grupo te has quemado las pestañas preparando el viaje, los itinerarios por días. Las paradas de Metro. Los márgenes para desorientarte y retomar el rumbo. Eso es agotador. Contra natura. Sueñas con ir detrás de un guía muy versado que te permita concentrarte en la belleza y no en si la línea rosa y la magenta son la misma, o si esa cola salvaje del crucero es la de grupos con ticket o la de madres torpes y cortas de vista. (Y sí, nos confundimos y salté la valla a riesgo de matarme mientras mis hijas alucinaban ante la improvisada clase de “vivir al límite” a pie de Torre Eiffel)

6. Para salirte de los recorridos convencionales, quedas con Patrick. Un jubilado afable que os enseña Menilmontant. Barrio obrero venido a reducto de artistas jóvenes que dejan su huella alternativa en las paredes y en los parques. Un lugar sucio de narices con sorpresas en las esquinas, colchones de homeless y vías de tren abandonadas por donde, explica Patrick en un inglés afrancesado donde las haches enmudecen, atravesaban las hordas de protesta de los disturbios de hace unos años. Pero tiene su encanto, mucho. Y se come un tiempo precioso que estaba destinado al Canal St Martin, así que cuando le pido a mi jubilado Patrick que aligere, me mira con cara de “ya estamos con las prisas españolas”, y señala el enésimo graffiti que debes admirar. Oh, la, la!

7. El Sacre Coeur. Debo decirlo ya, no me conmueve. Su virtud reside en su tamaño (no haré comparaciones fáciles). En el peso de su Savoyarde (19 toneladas de campana que no ves). En el privilegiado enclave que domina París, y se derrama en esa escalinata donde sueles desplomarte tú después de algunas horas deambulando M

Eterno joven Pompidou

ontmatre. Pero te deja fría, a mí al menos, sin rastro de emoción. Y te parece, con todos los respetos,  un gran pastel de boda de merengue. Y te hace desear una iglesia pequeña que te acoja y permita que tus pies hinchados de avaricia turística descansen sin mil turistas japoneses haciendo monerías con sus palos selfies alrededor. (Sin embargo el Georges Pompidou de Rogers y  Piano me sigue pareciendo tan joven y vigoroso!)

8.Constatado. Muchos visitantes no vienen a ver los highlights, sino a hacerse fotos junto a ellos. La Gioconda es la más deseada, y juro que vi a una pareja posar delante y continuar su camino sin pararse a contemplar a la enigmática dama. Da Vinci daba aullidos en su tumba.

9.Hay tantos parises como tú las veces que viniste. Los primeros en bus de 15 horas, el cuerpo abotargado, las ganas y una bolsa con viandas para no gastar un franco. “Allí comíamos latas con mis amigas de la universidad”, señalo a las niñas, pradera del Campo de Marte.  “Yo llevaba un jersey rosa pálido y a M. le salió un herpes gigante en la boca”. O en el Barrio Latino: “C. juraba que había un restaurante con dos macizos vestidos de uniforme en la puerta. Cuando al fin lo encontramos eran dos figuras de cartón”. Las niñas ríen. Y el París de Dior y de Chanel, de los desfiles de la Semana de la Moda. Y el de los cementerios aquel año. Y el París que nunca fue más que un plan en una lista de amor. Y el de una cena confusa y divertida en el Jules Verne, casi dos mil euros la cuenta, con un famoso director y un productor aún más famoso. Y este París de madre descubriendo a sus hijas una ciudad que admiras y no amas, ya lo sientes. Que siempre te recuerda que aún debes volver a examinarte. A ver si a la próxima te aprueba.

10. Y ese atasco mórbido y ansioso camino a Charles de Gaulle, Minichuki mareada. Su hermana dormida con el pelo aplastando la ventanilla. y tú esa sensación de no haberla abarcado. De haber perdido de nuevo la batalla. De que tanta belleza te chupa la energía. Y necesita más veces, poder pasar diez días, de repente, y tomarte con calma los paseos. Aligerar urgencias. Conquistar Grecia y Roma bajo esa Pirámide de cristal que oculta tantos tesoros. Delimitar tus ansias. Sentarte con un libro en la orilla del Sena. París sin una meta, eso quisiera. París y yo, solas tal vez, mañana.