P { margin-bottom: 0.21cm; }1.El carnet de conducir. De pronto
pasas de aborrecer coches y conductores a aborrecer viandantes y
coches y conductores. Y perros, y señales de tráfico. Y abuelitas. 
Y mosquitos estampados en el cristal. Y gasolineras con baños mugrientos y sin empleado que te haga el
repostaje e impida ese olor penetrante a gasoil en tus manos. Y
rotondas diabólicas. Y multas a fin de mes. Y esa truculencia de
perderse.
2.Ir a vivir de provincias a la
capital
. Donde no hay referencias tan inmediatas, y a la gente le da
igual si el saltador de pértiga de la tele nació en Cuenca (como
dirá quizás el de Cuenca llegado a Madrid). Y tus amigos sí se
acordarán en cambio de dónde eras cuando te pidan las perrunillas,
el chorizo ahumado o los garbanzos de tu tierra el día que te vayas
de fin de semana.
3.Los acúfenos. O vivir escuchando
pitidos permanentes en tus oídos, sin que nadie más se aperciba. El
sufridor de acúfenos es como el de hemorroides: los padece en
silencio
. No hace aspavientos ni lo cuenta a menos que tenga mucha
confianza contigo. P.D: en mi vida he conocido a dos víctimas de
esta maldición. Ambos eran elegantes, sufridos y austeros. No digo
que una cosa lleve a la otra, pero sí que alguien debería
investigar al respecto e implantar un chip acúfeno a los intolerantes.
4.El cartel de becario. O sea, que al
pobre becario le den una tarjeta de acceso donde no pone su nombre y
apellidos, ni siquiera un número de reconocimiento estilo campo de
concentración, sino la palabra BECARIO bien grande, insultantemente
ostentosa. Una licencia para que cuando se equivoque alguien diga en
voz alta: “Claro, es un becario. Naturalmente”. Y una manera infalible de
que nadie recuerde su nombre. “¿Ése? Es nuestro becario”.
5.Cambiar el tinte del pelo. Si ya no
eres rubia oxigenada, un suponer, sino cenizocobriza, no puedes
hacerte la loquita en los concursos de la tele. Tampoco te sirve el
mismo tono de maquillaje, ni el rouge de la boca, así que te sale
por un pico la reconversión del neceser. Por no hablar de si
acompañaste el pantonicidio de un corte de pelo
y ahora tu cuello
expuesto, desnudo, pide a gritos un corte diferente de camisa y otros
colgantes. Un desembolso.

6.Los hijos pasados los 40…y casi en
los 50
. Son conscientes, buscados y a menudo con demasiado esfuerzo y
sacrificios. O sea, que merecen los cuidados del oso panda o de
cualquier otra especie en peligro de extinción
. A los 30 los tuviste
con cierta dosis de inconsciencia. A los 40 lo has planeado como se
planifica un butrón de joyas a Harry Winston. Y a veces con idénticos resultados (la policía
va a tu casa, porque el niño es un mimado que pilló a los padres
demasiado cansados para regañar por arrancarle las patas a un
insecto o tocar la flauta a la hora de la siesta). Conclusión: no
hay que tener hijos a los 40 o pdrías volverte un talibán de la
cosa. Y puede que tampoco haya que tenerlos antes. Ni después.
Criemos osos panda.
7.Desayunar huevos fritos con chorizo.
Ese apocalipsis de jugos, esa desbordancia trotona, esa alegría sin culpa.
Ese instante de puro gastrogozo donde no juzguéis y no seréis
juzgados (piensas mirando a los otros, que desayunan una galleta
triste y light o una raja de melón enclenque).
8.Leer literatura de calidad. Y darte
cuenta de que a toda esa morralla cincundante no hay que prestarle ni
un minuto de tu vida. Y asumir que quien considera que escribe bien
ya es en sí mismo un imbécil, porque la excelencia es un estado de
insatisfacción con riesgo de fuga. (“Tengo que seguir trabajando,
no para llegar al producto acabado, lo cual provoca la admiración de
los imbéciles (…) No debo pretender completar más que por el
placer de hacer una obra más verdadera y sabia”. (Cezane.
“Correspondencia”).
9.Estar duchándote y que empiece a
salir agua fría
porque se ha agotado la del calentador.Sin comentarios.
10.Dormir bien siendo intrínsecamente
insomne
. Adiós al malditismo, a la excusa para no tomar copas. A la
justificación de las ojeras. Al mito, a la intemperie…